Comenzó hace diez años. Nos subimos a un coche de madrugada, mis hermanos y yo, tras dos años en el que la pregunta obligada que todos nos hacían era "¿cómo está tu hermana?" A veces una enfermedad se hace una más, se sienta a comer, te pide compañía y exige tu atención. Aprendes tanto de ella que se te olvida que eso no es normal.Rumbo al final de ese episodio circulamos en silencio durante horas a no sabíamos qué, pero comenzábamos a entender. Yo todavía esperaba un final distinto. Había más miedo que pena.
Llegamos y la sorpresa fue la entereza de mi madre y el abrazo de una familia formada por gente que no conocíamos, pero querían a mi hermana como parte de su vida. Mi padre me dio las gracias por un beso y todo pasaba con una lentitud que paralizaba. Me lo explicaban como contestación a una pregunta casi mecánica: "vamos a velarla".
Diez años más tarde, a pesar de las lágrimas, su risa sigue. La de no poder contenerse que la asaltaba en cualquier lugar. Y cogerme la mano, en todos sitios y a todas horas, presentándome a toda la gente con la que nos cruzábamos en Madrid. Ha sido la única persona que he creído cuando al volver del verano me decía "¡¡que rubia!! ¡¡y qué negra!!"
Ni las experiencias fuertes, ni las penas, ni los desamores... lo que te hace fuerte es que te quieran. Y lo que te da aliento para un largo viaje.

Hablaba con mi más mejor amigo, soltero reciente tras una laargaaa relación, sobre la falta de claridad de la gente a la hora de relacionarse, o más simple: "¿Cómo se liga?"